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La perversión de los indicadores

Escrito por (A) El Malvado Acidonitrix , Miércoles 5 de Septiembre de 2007
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Archivado en: Economía digital , Los negocios son [como] la guerra

De indicadores perversos y pervertidos. Con citas a una de nuestras series totem, una anécdota del Mullah Nasrudín, y un cuento topográfico.

Hoy en día las empresas grandes se gestionan mediante indicadores. Un indicador es una medida que permite abstraer la eficiencia de un proceso y simplificar la lectura. Por ejemplo, se puede medir el funcionamiento de un departamento de asistencia analizando el tiempo medio de cierre de un ticket de soporte. Se puede comprobar la eficiencia de un equipo de programadores analizando el número de errores por cada mil horas de trabajo/persona o por cada diez mil líneas de programa.

Estas abstracciones son necesarias e ideales si se usan bien, pero no son la panacea. Hay esencialmente dos peligros en este sistema. El primero es que, normalmente, se premia no el trabajo bien hecho, sino las cifras de los indicadores. Eso lleva a que los cuadros medios busquen con ahínco obtener buenas métricas en vez de hacer bien su trabajo. Si a alguien le escandaliza, debería darse cuenta de que ya no se paga por un trabajo bien hecho, sino por unas cifras inmaculadas que queden bien en un powerpoint. No hay más remedio cuando su sueldo depende en parte de esas cifras, y la alta dirección está compuesta por personas caprichosas que actúan desde una torre de marfil y se desentienden de los problemas reales con frases del estilo "no me cuentes tu vida".

Una variante aún más perversa es la falsificación de indicadores. Por ejemplo, un clásico es que tu proveedor de ADSL dé una incidencia por cerrada para que conste en el parte diario como resuelta, aunque el problema siga. Tú vuelves a llamar después de dos días, te quejas diciendo que todo sigue igual, y la vuelven a abrir. Pero no la reabren, sino que ponen una avería nueva. Ya son dos incidencias en vez de una, y en vez de cuatro días han permanecido constado abiertas menos de uno, así que el responsable del servicio puede decir a sus jefes que el tiempo medio de resolución de una avería es de menos de un día.

El segundo problema es que los indicadores se elijan mal. Si el indicador hace las veces de ojos, elegirlo mal es como navegar en aguas costeras sin una buena carta marítima. Tarde o temprano encallarás. Hoy he visto un departamento de soporte que se concentra sólo en cerrar las incidencias fáciles que afectan a varios usuarios. Cada usuario con un problema cuenta como una incidencia, de manera que resolver un problema trivial de quince usuarios cuenta como quince éxitos. Lo jocoso del asunto es que las incidencias difíciles se eternizan, pero parecen una nimiedad al lado de tanto éxito, cuando en realidad provocan una pérdida de negocio mayor. Creo que el meollo de este caso radica en que ese departamento no clasifica las incidencias por gravedad o criticidad, pero lo chungo es que sospecho que la directriz o la aquiescencia viene de algún nivel superior.

La cosa puede ser relativamente inocua si lo que está afectado por este sistema es tu capacidad de chatear o bajarte películas de internet, pero ¿qué pasa si lo que se rige por indicadores es un departamento de policía, y en vez de averías lo que clasifica son delitos? En The Wire, una serie televisiva que aquí no dejamos de alabar, el trasfondo es un departamento de policía al que el alcalde aprieta las tuercas para que el crimen baje en año electoral. Lo que hacen es clasificar los delitos como hurtos menores, y así se pierden en la estadística.

Tony de Mello recogía esta anécdota del escritor sufí Idries Shah:

Diciendo la verdad se puede mentir:
Nasrudin fue arrestado y conducido al tribunal bajo la acusación de haber mezclado carne de caballo en las albóndigas de pollo que servía en su restaurante.
Antes de pronunciar sentencia, el juez quiso saber en qué proporción lo hacía. Y Nasrudin, bajo juramento, respondió:
- Al cincuenta por ciento, Señoría.
Después de la absolución un amigo le preguntó a Nasrudin qué significaba exactamente lo del “cincuenta por ciento”.
-Un caballo por cada pollo.


Y ahora, para los que tengan tiempo para leer, una batallita alegórica del abuelo cebolleta sobre la fe ciega en los indicadores y el impulso de negar lo evidente.

Hace mucho tiempo, cuando yo tenía más pelo y menos barriga y el turismo rural no estaba de moda, me cité con unos amigos en un pueblecito del norte de España para pasar el fin de semana. Ellos irían en coche. Yo y otros dos colegas fuimos caminando, atajando por montes y veredas en una caminata de cuarenta kilómetros campo a través. El comienzo y el final del trayecto discurría por lugares familiares, ya que estábamos acostumbrados a subir las montañas locales y conocíamos la zona. Los veinte kilómetros centrales eran tierra incógnita.

Para cruzar esa tierra incógnita y montañosa debíamos cortar dos valles y cambiar dos veces el río cuyo curso seguíamos. Disponíamos de mapas militares del ejército de tierra español, que los vende al público, a escala 1:50.000. Hoy en día hay mapas mejores editados por la Presidencia del Gobierno (a 1:25.000). Hay que decir que las viejas ediciones de esos mapas militares, del decenio de 1950, son las mejores ya que retratan la toponimia local con fruición, lo que resulta curioso pues, se supone, el ejército editor reprimía con dureza las lenguas locales. Sin embargo, esos mapas son tesoros familiares, incunables impresos en papel de mala calidad, y por tanto nadie en su sano juicio se los llevaría consigo en una expedición descabellada (aquí, es cierto, hay una paradoja). El caso es que es una pena no llevar esos mapas, ya que la mejor manera de orientarse, cuando la cosa se pone chunga, es preguntar a algún lugareño. Pero los lugareños no saben leer mapas, así que la idea es enseñarles el topónimo al que deseas llegar y las indicaciones resultan fluidas. Por ejemplo, puedes preguntar por el camino del arroyo del infierno, o pedir indicaciones para llegar a "la borda del hayedo de Joxe Mari" y "el castañar de la Josefa". El grado de detalle no está nada mal para un mapa a 1:50.000. (Si a alguien le hacen gracia esos topónimos, puedo asegurar que son reales. De hecho, hay nada menos que dieciséis arroyos oficialmente catalogados como infernuko erreka sólo en la provincia de Navarra, sin contar con los que los lugareños no se han molestado en indicar a los topógrafos del catastro). Se entenderá, además, la urgencia de contar con indicaciones claras cuando uno está objetivamente perdido en mitad de ningún sitio, y en dos días sólo se ha cruzado con otro ser humano, un solitario que a la sazón vive aislado en una casa de doscientos años, y sólo habla una variante extremadamente compleja del euskera (vascuence, para los latinoamericanos), y cuya falta de dentadura (amén de otros detalles pintorescos) no facilita la comunicación.

Pero me estoy apartando del tema: los indicadores. En mitad de la tierra incógnita, sin posibilidad de orientarnos, sin hitos claros con los que triangular decentemente, nos guiábamos por una línea de alta tensión que, según el mapa, discurría por el valle correcto, de manera que localizándola con la vista dos o tres veces al día podíamos mantener una referencia aproximada del lugar en que nos encontrábamos. El caso es que estuvimos siguiendo aquella línea, pero nos estábamos volviendo locos, porque nada cuadraba. Subimos más lomas y collados de lo necesario, recorrimos helechales y bosques sin tino haciendo caso a la línea que veíamos con nuestros ojos y luego la cotejábamos con el mapa. Aquella noche vivaqueamos convencidos de que el mapa estaba mal, y decidimos cambiar de valle y prescindir del recurso de la línea. A la mañana siguiente, dejando atrás el valle por el que discurría la línea y cruzando a otro que nos parecía más propicio, nos topamos con los vestigios de una antigua línea que llevaba fuera de uso lo menos veinte años, a juzgar por la corrosión de los postes de hormigón armado. Lo cierto es que aquel era nuestro valle, y aquella noche dormimos sabiendo dónde estábamos.

Lo que había ocurrido es que el mapa, del año 1980, reflejaba el discurso de la línea de alta tensión de 1950. Pero esa línea fue desmantelada en los 70 y trasladada al valle contiguo, que nos alejaba de nuestro camino. Por establecer una analogía, resulta que estuvimos guiándonos por indicadores en vez de por lo evidente.



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